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jueves, 30 de diciembre de 2021

Notas para una “poesía de río”

 Por Facundo Ferreirós




Termino de escribir este texto mientras las islas de la segunda sección se queman en un incendio que ya lleva devoradas más de 1000 hectáreas. Hay alerta y desesperación en muchos conocidos isleños que viven en las cercanías. Mientras tomo mates en el patio de mi casa, llueven como papelitos quemados que trae el viento para recordarme que no hay nada de bucólico ni de romántico en todo esto que escribo y que es un imperativo ético defender los humedales. Porque allí vive gente, porque habitan especies vegetales y animales, porque es un pulmón verde, porque es un reservorio de agua dulce, y porque es parte constitutiva de nuestras subjetividades.  

Las palabras que siguen no pretenden ser un estudio crítico de nada. Su contenido sólo expresa una serie de intuiciones que vengo meditando a lo largo de mis años junto a la poesía.  Es que un día, un amigo poeta, hablando de otro amigo poeta que acababa de publicar un poemario, me dijo: “es un poeta de río”. ¿Qué quería decir con esto de ser un “poeta de río”? Yo no había encontrado en los poemas de nuestro amigo poemas referidos al río excepto algunas referencias vagas. Podría haberle preguntado qué quería decir con eso de ser un “poeta de río” pero preferí meditarlo por mi propia cuenta (en realidad debo haber presumido que sabía de qué me estaba hablando). 

La primera idea que vino a mi cabeza -fruto de la libre asociación- fue que “poetas de río” se parece a “pescados de río”. Me explico: existe una diferencia insoslayable entre los pescados “de mar” y los pescados “de río”. Donde vivo es muy común hacer “pescado de río” a la parrilla: sábalos, bogas, tarariras, dorados, surubíes, palometas. En los grandes supermercados y pescaderías se venden merluzas, lenguados, salmón y otros pescados de mar. Pero aquí conocemos a pescadores de la zona que venden pescado de río. En algunos barrios incluso pasan en bicicleta vendiéndolos. Un grupo de pescadores isleños armó una cooperativa para intentar vender más y mejor su “pan del agua” como dice la canción. Hay una diferencia entre quienes sabemos cocinar los pescados de río (que suelen ser mucho más grasosos y saben a barro) y quienes no lo saben o sólo consumen pescado de mar. Difícilmente un poeta licenciado en Letras nacido y criado en Boedo sepa cocinar pescado de río. Tampoco es que todos y todas las que consideraré “poetas de río” sí sepan cocinarlo. ¿Qué tiene que ver esto con el tema en cuestión? Disculpen, pero es que quiero adentrarme en ello muy lentamente.  

Durante estos años de lecturas fui encontrando algunas respuestas provisorias a qué podría entender por “poeta de río”. Para esto, fui juntando algunas citas de poetas, comentaristas, críticos, que de alguna u otra manera me fueron trazando un camino posible que por supuesto conforma mi propio itinerario. Si, esta empresa que propongo se asemeja a la idea de ambigüedad atribuida por “el doctor Franz Kuhn” a “cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos” en “El idioma analítico de John Wilkins” de Borges. Como no soy crítico ni me interesa serlo, puedo darme el lujo de obedecer a estas arbitrariedades.    

En primer lugar, los “poetas de río” no son aquellos y aquellas que necesariamente abordan como “tema” de sus poemas el río como objeto. Por supuesto el río aparece, pero no exclusivamente, claro. Tampoco son aquellos que toman el río como paisaje y que podríamos encuadrar bajo el rótulo de “poesía paisajista”. Cuando hablo de “poetas de río” ni siquiera me refiero a aquellos y aquellas que toman como inspiración algún río que resulte significativo en el entorno natural donde ese o esa poeta vive. Los que denomino “poetas de río” son aquellos que de alguna u otra manera habitan en tierras litoraleñas, y más específicamente -aunque no exclusivamente- en las cercanías de los ríos Paraná, Uruguay y sus afluentes (llegando hasta San Fernando donde el río Luján desemboca en el Río de la Plata). ¿Por qué? Porque en estos poetas encuentro algo que los reúne y que lo diferencia de otros y otras poetas que viven o frecuentan otros ríos, no sólo de nuestro país. Ese algo, desde ya, no es de ningún modo un sesgo regionalista. Si algo tiene esta caracterización de “poetas de río” es que no se interesa por el encuadramiento en determinadas corrientes, sino en otra variable, mucho menos definible, que refiere a las marcas que deja el contexto donde habita el poeta. Contexto que “pide” sus propias formas de establecer la relación con el poeta. Como si el río mismo impusiera las condiciones. 

Hay algo en estos ríos del litoral y en los arroyos y ríos del Delta (con la presencia de las islas y esa especie de dialéctica sin síntesis conformada por éstas y el continente) que otorga a estos poetas una cercanía entre sí que intentaré descifrar pero que adelanto que resultará una tarea casi imposible. Porque, como decía antes, estos y estas poetas no necesariamente tienen al río como tema preponderante en sus poemas. Porque no se refieren al río como si éste fuera parte de un paisaje realista. No se trata tampoco de una relación visual con el poema (la idea de “poema-río” que proponen algunos críticos de la obra de Juan L. Ortiz, por ejemplo, refiriéndose a la distribución del poema en la página o a la extensión de algunos de ellos, en especial, “El Gualeguay”). 

Hay una especie de “tono” y de “ritmo”, puede ser, pero no el tono y el ritmo entendidos como elementos del género, sino como una especie de operación mítica que el propio río ejercería sobre el lenguaje de estos poetas. 

Compartiré ahora algunas de las citas que constituyen mojones en mi reflexión sobre la “poesía de río”. Sonia Scarabelli, en un panel titulado “Río revuelto” llevado a cabo en el II FILBA Nacional, expresó: 

"Cuando uno dice ‘paisaje’ yo siempre pienso en algo que queda como en una distancia, pero aquí se iba componiendo en un sentido envolvente y esas apariciones se hacían, entre comillas, involuntarias. Yo estaba leyendo y de pronto dejaba el libro y registraba lo que sucedía y veía cómo terminaba. Lo extraordinario de esa experiencia, que me hizo ver de otra manera las cosas sobre lo que escribía, era la sensación de aunque uno iba a tomar sol o a bañarse en el río, de pronto ese mundo aparecía autónomo respecto de tu deseo. Y me parece que en la poesía, sin ninguna pretensión esotérica, hay algo que creo que es una carga de la lengua, y que es la sensación de que en un momento eso aparece. Que tiene un carácter objetivo propio, independiente de la voluntad calculadora con la que se arma una frase o un verso. Eso se me hizo perceptible en esa experiencia en el río”.

Por su parte, el poeta santafesino Héctor “Kiwi” Rodríguez, dice: 

“trabajar el barro y escribir poesía son manifestaciones de una misma necesidad interior. Cuando modelo el barro puedo saber o no saber lo que busco crear; en general no es más que un movimiento para tratar de correr cortinas, de abrir un paisaje hacia la esencia oculta, y este movimiento crea en su marcha formas siempre distintas de las que uno se proponía construir. Y con la poesía también pasa algo parecido: uno puede empezar escribiendo sobre algo que ve en el paisaje, o sobre una música que insiste en acompañarnos, y de pronto se produce esa otra cosa, y es como si se saliera a cazar poemas, a seguirlos con una red y atraparlos”. 

“Eso” que aparece, esa “otra cosa” que es independiente de la voluntad, que está ahí para ser “cazado” por el o la poeta, no puede sino estar en el medio en el cual el poeta habita. Y también en su interior (y por ende en su lenguaje).  

El propio Juanele define su perspectiva sobre el paisaje del siguiente modo: 

“No veo en el paisaje, como Sartre dijo muy bien, solamente paisaje. Veo, o lo trato de ver, o lo siento así, todas las dimensiones de lo que trasciende o de lo que diríamos así, lo abisma. Es decir, la vida secreta por un lado y la vida no solo con las criaturas que lo habitan o lo componen sino con las otras cosas con lo que está relacionado no solamente en el sentido de las sensaciones, diríamos”. 

Y Mario Nosotti, sobre la poesía de Juanele, dirá: 

“Ortiz no es un poeta paisajista. La impresión que producen en él los fenómenos de la naturaleza ya no tienen que ver con la abstracción de una escena sino con el efecto de la materialidad. Algo aparece vivo, titilante, como visto por primera vez. Y si en algún momento algunos elementos se conjugan para esbozar un cuadro —como de hecho ocurre en varios poemas cortos—, se trata de una especie de escena emocional. Quizás estemos, como dice el poeta Arturo Carrera, ante una idea nueva de Naturaleza, aquella que miramos desde el marco de la página, en los versos y las sílabas, en sus acentos y sonidos, «y entonces lo que miramos es también la vida, la otredad de la vida del otro»”.

Por su parte, Juan José Saer, en el prólogo a “En el aura del sauce” de Ortiz, dice: 

“del mismo modo que los antecedentes de Mastronardi debemos buscarlos en la poesía francesa y no en los alrededores de Gualeguay, podemos decir que el paisaje, que ocupa un lugar tan eminente en la poesía de Juan, no es la consecuencia de un determinismo geográfico o regional, sino una proyección de su percepción del mundo y de su concepción de la poesía”. 

Miguel Ángel Frederik sentencia: “haber nacido a orillas del Gualeguay se transformaría con los años en una exigencia impensada”.

Es cierto, el paisaje no determina. Pero pesa, tiene densidad. Como definía Rodolfo Kusch al concepto de “geocultura”, es el peso de existir en estas latitudes. Siguiendo al filósofo en su reflexión sobre el maestro del lago Titicaca, el río se da como río y como símbolo. Y lo que torna compleja esta caracterización de “poetas de río” es justamente la idea de que el río es un símbolo de una parte de nosotros que se vuelve inconfesable. Por eso la poesía. Para intentar desde un registro que “desarma” el lenguaje de las operaciones, el lenguaje del logos, el lenguaje mecanizado, expresar lo que de algún modo se torna imposible de expresar. El rastro de esa imposibilidad es la poesía. 

Kusch, en el texto mencionado, dice: 

"Indudablemente el lago Titicaca, además de ser un fenómeno geográfico, es un símbolo, una especie de monstruo que devora hombres y ciudades; que no obstante su quietud, se embravece prodigiosamente cuando sopla el viento, y que, sin embargo, alimenta a sus hijos con peces. Todo eso junto, hace un personaje. ¿Pero dónde termina la mente de uno y dónde comienzan las cosas? Por ejemplo compro un jarrón porque me gusta. En cierto modo ya pertenece a mi vida. Pero salgo del negocio y se me rompe. Me aflijo. ¿Qué lamento entonces? ¿La simple rotura del jarrón? Esto es lo que digo a todos. Pero en el fondo se ha estrellado contra el suelo un pedazo de mí mismo. Nuestra vida se desparrama misteriosamente entre las cosas. Y, si eso decimos del jarrón, qué no diremos del lago Titicaca. Qué gran pedazo de vida tenemos que desparrama en él para incorporarlo a nuestra alma”.

Estos y estas poetas se caracterizan, independientemente de sus influencias, por una poesía lírica, narrativa por momentos, reflexiva por otros. La naturaleza aparece siempre singularizada a partir de lo que acontece en un momento determinado y provoca en el o la poeta el impulso a escribir. En el panel “Río revuelto” antes mencionado, Diana Bellessi dijo: 

“Yo miro lo inmediato, no miro demasiado el paisaje. Miro la naturaleza inmediata: los bichitos, el pajarito, el arbolito. Y a veces miro el cielo. Pero tengo una relación con el significante de la naturaleza más que con la visión romántica del paisaje”.

María Rosa Lojo, refiriéndose a la poeta Stella Maris Ponce, dice: 

“es sin duda, en tanto hija del aire, la luz, y el agua de la tierra entre los ríos, una poeta fluvial. Los poetas fluviales suelen ser ligeros, luminosos y profundo, como las grandes corrientes que cercan el espacio donde han nacido. También suelen tener una ‘conciencia edénica’. A pesar de los males del mundo, del deterioro del tiempo, del ‘dolor de ser vivos’, creen, secretamente, que su Mesopotamia es una reedición de la original; ésa que el mito ubica entre el Tigris y el Éufrates y que el verbo de Dios regaló a la especie humana para que el ‘dolor de vivir’ le fuera leve”. 

Estos poetas no escriben dentro de las diferentes tendencias hegemónicas de sus épocas. No podemos situarlos ni en Florida ni en Boedo, ni en la vanguardia ni en el modernismo, ni en el neobarroso ni en el objetivismo. Tampoco pertenecen a lo que Kamenszain define como “intimidad inofensiva” para hacer referencia a las y los poetas de las últimas décadas. Pero están allí, como un río entubado que atraviesa la ciudad. Muchos de ellos no suelen ser percibidos (al menos no durante “su tiempo”) pero están allí. Cuando por alguna gracia divina son advertidos por el “mainstream” de la poesía, son caracterizados como bichos raros. No parecen de su tiempo, aunque no por ello deberían ser considerados extemporáneos. No se encuadran en ninguna tradición existente. No son románticos, no son simbolistas, no son regionalistas, no son objetivistas, no son sencillistas, no son surrealistas, no son “orientalistas”. Pero, a la vez, todas esas corrientes aparecen y desaparecen en muchos de ellos, incluso hacia el interior de un mismo poema. Como el propio río, que lleva y trae, que muestra y oculta, que va y viene. 

Así fluyen las corrientes literarias por los poemas de estos autores. Los críticos tienen ciertamente una gran dificultad a la hora de situar a estos poetas en las tendencias de su tiempo. Quizás, porque esas tendencias funcionan como un corsé, eso ya lo sabemos, pero también porque quizás haya que pensar algunas cosas de otro modo, con otras variables que reúnan a los poetas en nuevas posibles corrientes. Quizás porque muchas de esas tendencias se edificaron en la capital de Buenos Aires.  

Muchos de estos y estas poetas suelen mantenerse al margen de los ámbitos de circulación de la poesía. Recordemos nomás a Juanele, que editaba y publicaba artesanalmente sus propios libros, que huyó prácticamente de los circuitos literarios de Buenos Aires y se volvió a su provincia. O Kiwi, que regalaba plaquettes elaboradas por el mismo y de las cuales muchas se han perdido para siempre. Sobre algunos y algunas de ellas, a su vez, se construyen personajes casi mitológicos. Hay algo de exotismo en la mirada porteña respecto de estos poetas. Sin embargo, como ellas y ellos viven o han vivido, vivimos muchos y muchas de los que nos hemos asentado en estos territorios. Habitamos poéticamente este mundo fluvial, al decir de Hölderlin (cuya lírica es considerada también una “poética fluvial”), y lo habitamos de un modo particular.     

Florencia Abbaate, hablando del texto de Saer sobre Juanele citado más arriba, dirá: 

“La autonomía tiene que ver con una moral, con lo que los críticos llamamos —un término quizá un poco pomposo— la figura de escritor: cómo se construye a sí mismo. La moral es lo que dice qué está bien y qué está mal; yo creo que en Saer siempre había un juicio fuerte en cuanto a su concepción de la literatura y del arte. Y justamente el artista que se construye desde la autonomía es un artista independiente del mercado, independiente de lo que llamamos público, independiente de las modas, independiente del rédito que le pueda traer o no su trabajo. Su ética es una ética de la forma del arte, del desarrollo, de su obra más allá: verdaderamente independiente, autónoma de lo que pueda pasar con esa obra. En este sentido, eso también está muy fuerte en Juanele”.

Cuando hablo entonces de “poetas de río”, entonces, me estoy refiriendo por supuesto a Juan L. Ortíz, pero también a Hugo Gola, Alfredo Veiravé, Héctor “Kiwi” Rodríguez, Beatriz Vallejos, Sonia Scarabelli, Miguel Ángel Frederick, Carlos Enrique Urquía, Diana Bellessi, Claudia Masin, Arnaldo Calveyra, Marisa Negri, Alberto Muñoz, Javier Cófreces, Alicia Genovese, Guillermina Weil, Francisco Madariaga, Carlos Mastronardi, Andrea Andrade, Mario Nosotti, Virginia Caresani, Guido Veneziale, Stella Maris Ponce. Y hay cientos de otros poetas que desconozco o que seguramente olvido mencionar en este momento. 

Incluso, podría referirme a escritoras y escritores de prosa como Juan José Saer, Haroldo Conti, Horacio Quiroga, Selva Almada o Fabián Quirós, de quienes no dudaríamos de atribuir a su prosa una poética de río. 

Yo vivo en San Fernando. Parece un municipio chico al lado de Tigre y de San Isidro, sin embargo, es más grande que La Matanza. Una extensión inimaginable de islas conforma el territorio de San Fernando. Si bien la convivencia con el río por parte de quienes vivimos en el continente es bastante cotidiana (los pobres van a pescar, la clase media va a tomar mate a la costanera y los ricos andan en yates), no se termina de tomar conciencia de lo que significa geoculturalmente vivir aquí. Solemos hacer referencia al “modo de vida” del isleño, pero pocas veces nos ponemos a pensar en el modo de vida de quienes vivimos en el continente y de cómo, también, estamos condicionados por el río. En la cola del banco se habla de la última crecida y del resultado del partido de Tigre de la noche anterior; decimos frases como “estás serio como perro en bote”; solemos tener familiares o amigos isleños a quienes solemos visitar; muchos salimos a remar; solemos pasar por la puerta de astilleros, carpinterías náuticas, loneras; en la peluquería se cuentan anécdotas sobre pescas gloriosas, ríos y arroyos para navegar, de marcas de motores y de caballos de fuerza. Cuando voy a Capital, por ejemplo, y vuelvo a la noche, puedo sentir el olor a humedad que trae el río y las islas. Algunos domingos a la madrugada, aunque viva a 15 cuadras del río, se escucha el motor de las lanchas. Es solo cuestión de prestar atención.